Un cubata y unas patatas más allá empezaba algo distinto,
algo que no iba a terminar en una noche
de sábanas deshechas y defectos ocultos.
Unos pelos de punta a primera risa.
Un hormigueo a la velocidad de la luz.
De abajo arriba. Con un frenazo brusco en la
garganta, hechizando los mofletes que, desde ese
momento, deciden tener vida propia y la misma
fuerza de gravedad que en la luna.
Y te mira y te dice exactamente eso que no te
esperas, y entonces tú le dices exactamente eso
que no dirían en las películas. Los coloretes te
delatan mientras te preguntas cómo lo hará la
gente para pensar antes de hablar.
Una cerveza y media más tarde ya no hay distancia
de seguridad. Cualquier excusa es buena para
tocarse y, si no, el aforo limitado del local en
forma de destino (el único en el que creo), se
encarga de que todas y cada una de las partes que
se pueden estar tocando, lo hagan. Aún así, seguís
hablando como si nadie se diese cuenta de que
las ganas de separarse han pasado de pocas a ninguna.
Son las mismas que hacen que sólo os escuchéis
si os habláis a centímetros. Él rozando tu oreja
de vez en cuando, siguiendo el balanceo del bar;
y tú, ladeando la cabeza, como si fueras el
cancerbero encargado de que entre su cuello y
tu boca no quepa nada más.
Pero entonces las ganas ya no tienen ganas. De contenerse.
Y hay un cambio en ruta. Y su boca pasa tan
cerca de tu mejilla que hace cosquillas.
Sí, en la cara también.
No hay distancia más larga que el camino que hay
entre un susurro y un primer beso.
Síndrome de las Mejillas Eternas, lo llaman.
De repente todos tus niveles sensitivos se
concentran en la boca. Tu labio inferior siempre
se lleva la mejor parte.
Las dudas en la mirada de después se despejan
con los primeros brillos y un gancho directo en
el estómago.
Un chupito para celebrarlo,
es hora de cambiar de escenario.
PATRICIA BENITO.
https://youtu.be/6THHrPyZQuQ